Al principio todo lo que alcanzó a ver fue la forma de un hombre... un hombre envuelto en un sucio trapo blanco, acurrucado en el suelo. Unos grilletes le rodeaban muñecas y tobillos, sujetos a gruesas argollas enganchadas a horrendas cadenas clavadas en el suelo de piedra.
«¿Cómo puede estar vivo?» La piedra mágica tembló en su mano y la blanquecina luz danzó a retazos sobre el prisionero. Alcanzó a ver unas piernas y unos brazos demacrados, desfigurados; sin duda señales de incontables torturas. Tenía el cuerpo cubierto de marcas, semejantes a tatuajes, de fino dibujo; runas que recorrían su piel marfil y dejaban ríos negros en ella.
Un rostro calavérico se volvió hacia ella. Había negras cuencas vacías allí dónde deberían haber estado los ojos y un horrible y oscuro agujero en lugar de una boca. Ella lo contemplaba con ojos desorbitados, incrédula.
Un crujido seco rompió el silencio y entonces advirtió, que aquello que a primera vista había parecido un viejo y sucio trapo, eran en realidad unas alas. Alas blancas que se elevaban tras su espalda en dos medias lunas de un albo inmaculado; lo único inmaculado en aquella habitación inmunda.
El ángel alzó la cabeza y ella pudo contemplarlo mejor. Su rostro estaba acuchillado a cicatrices, parecía una hermosa pintura destruida por vándalos.
Y aun así, podía apreciarse que hacía tiempo, siglos tal vez, había sido una criatura hermosa.
Mientras ella lo contemplaba atónita, abrió, aún más si cabe, la boca y de su garganta brotó un sonido... no fueron palabras, sino música dorada, una única nota desgarradora, mantenida y mantenida, tan aguda y dulce que el sonido le causó una profunda tristeza, cómo nunca antes había sentido...
Repentinamente, los contornos negros que recorrían su piel, se tornaron cobre, y más tarde dorado. Comenzaron a brillar, al tiempo que sus alas refulgían de un blanco tan puro y claro que emitía una luz que prácticamente hacía daño a los ojos. Dejó caer la piedra mágica y su luz se extinguió, de modo que la única iluminación que quedaba en la estancia provenía del ángel.
Ella, aturdida por aquella música rota, cada vez más y más aguda, se dejó caer de rodillas contra el suelo. Cayó hacia delante en una convulsión, apoyó las manos contra el suelo y metió la cabeza entre los brazos.
Cerró los ojos, y justo cuando aquella nota culminaba con una agudez dolorosa, una serie de imágenes comenzaron a tomar forma en su cabeza.
Y de pronto ya no estaba allí, sino en una bodega completamente vacía, salvo por un hombre, que se encontraba en el centro de la estancia y sostenía en sus manos un viejo y polvoriento libro. Susurraba palabras extrañas en un idioma que ella no conocía y sus ojos, transparentes y brillantes, de un color ámbar, brillaban con una furia triunfante. Al acabar de recitar, un estallido de llamaradas explotó en el centro de la habitación, y al momento una figura descansaba entre las cenizas; un ángel, con las alas extendidas, manchadas de carmesí, ensangrentadas; como un ave derribada en pleno vuelo...
La escena cambió. El mismo hombre paseaba nerviosamente por la habitación en la que ella sabía que se encontraba en ese instante, con un cuchillo de embelesador aspecto en la mano.
- ¿Por qué no quieres hablar? -masculló el hombre- ¿Por qué te niegas a darme lo que quiero? -Hincó el cuchillo, y la bella criatura se contorsionó mientras un líquido salía de su herida -. Si no quieres darme respuestas, me darás tu sangre.
La escena se desmenuzó en fragmentos, y a medida que su visión se desvanecía, ella comenzó a captar vislumbres de imágenes que le resultaban aterradoramente familiares: ángeles, con alas tanto blancas como negras, extensiones de negro agua, semejante a un espejo, oro y sangre. Más ángeles y el símbolo de la inmortalidad gravado a su lado.
Las imágenes desaparecieron en un instante, y al desvanecerse, el ángel paró de cantar. Ella volvía a estar en su cuerpo, de regreso al sótano que había sido la prisión de aquella antaño grácil criatura durante décadas, tal vez más.
Soltó el aire con un sollozo.
El ángel permanecía silencioso, totalmente inmóvil, con las alas plegadas a las espalda, cúal esfinge esquelética.
Alargó las manos hacia el ángel, sabiendo que la distancia que había entre ellos aún era amplia, con el corazón dolorido. Durante años, él había estado allí abajo, sentado en silencio y solo en una profunda oscuridad, soportando torturas y muriendo de hambre siendo incapaz de perecer.
A duras penas y como pudo, ella se puso depié y lentamente, avanzó hacia él. Al poco, siendo sus piernas incapaces de mantenerla en pie, siguió su camino gateando sobre el sucio suelo. Continuó acercándose, y, cuando apenas faltaban quince centímetros para llegar a él, el ángel levantó la cabeza, cómo si con sus cuencas vacía pudiera contemplarla. Asustada, aunque decidida, ella siguió acercándose a él, con cuidado y precisión.
Alargó la mano al frente y la detuvo a escasos milímetros del tenebroso rostro de la criatura.
No se atrevía a tocarlo. Tenía miedo a que algo pasara.
Acercó su cara a la de él y cerró los ojos. Imaginó por lo que aquel ser tenía que haber pasado, sin reaccionar apenas, inmóvil, sin tomar venganza. Tal bondad debía haber en su corazón como para poder quedarse quieto frente a semejante atrocidad.
Apretó los ojos y una única y cristalina lágrima resbaló por su mejilla. Quedó pendiendo en su barbilla y, un segundo después, cayó precipitándose al suelo.
Pero un instante antes de que la gota rozara el pavimento, el ángel, con un grácil movimiento, colocó las manos delante de sí mismo, capturando la gota antes de que estallase en el frío cemento.
Al momento el ángel alzó de nuevo la cabeza, y en un rápido movimiento, sus alas se volvieron a abrir y sus oscuras cicatrices resplandecieron de nuevo, cada vez más brillantes, hasta un punto en que iluminaban toda la sala. Sus alas comenzaron a refulgir, ahora extendidas hacia arriba, prácticamente rozando el techo y de sus cuencas y su boca comenzaba a brotar un líquido dorado, tan dorado que parecía luz solar derretida.
En el pecho del ángel comenzó a abrirse una herida, profunda y color cobre. Estallaron llamas de la herida, que se propagaron hacia fuera desde el lugar dónde debía estar su corazón. El cuerpo del ángel titiló convertido en una llama blanca, y ella se apartó de él unos pocos pasos. Las cadenas que arpisionaban al ser ardían escarlata, como hierro dejado demasiado tiempo al fuego.
Las alas se abrieron de par en par, puras y refulgentes, antes de que, también ellas, prendieran y llamearan, en un entramado de reluciente fuego sagrado.
De nuevo, el ángel comenzó a cantar. Sin embargo, esta vez no se trataba de una única desgarradora nota, sino de una suave y lenta melodía. Sin necesidad de palabras, ella entendió que aquella música hablaba de perdón, de vida y de agradecimiento.
De nuevo se sintió aturdida, y una imagen se formó tras sus ojos.
Era el ángel. Aunque no se trataba de un ángel maltratado, torturado y apresado en un sótano. Áquel era un ángel en todo su esplendor. Su piel despedía un brillo dorado y sus alas batían lentas en un suave fulgor plateado. Su rostro joven y vivo mostraba una expresión serena y cordial. «Gracias.» Pudo entenderlo sin necesidad de palabras. Como si entre ellos existiese una especie de comunicación silenciosa. Ella sonrió, y él le devolvió la sonrisa. Fue la sonrisa más hermosa y a la vez aterradora que jamás vería.
Y con un suspiro, la imagen se fue. Se frotó la sien, y al abrir los ojos de nuevo, se encontraba sola y a oscuras en aquel sótano.