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lunes, 24 de octubre de 2011

Inside Out

Abrió los ojos con cuidado. La luz era demasiado fuerte para ellos. Parpadeó varias veces y esperó a que sus pupilas se adaptasen un poco al ambiente cegador de la sala.
Una habitación que era enteramente blanca. Paredes blancas, techo, suelo, muebles, luces... todo blanco. Bajó la vista y se vio tumbado en una cama, con sábanas finas. Llevaba un camisón...

- Oh, mierda... - Sam apretó los puños y se incorporó un poco, sin mucha dificultad. Estaba en un hospital, eso lo sabía. Miró al rededor y vio un par de máquinas. Sus constantes vitales, su pulso...
- ¿Pero qué...? - Se miró las manos. Llevó sus dedos a una de sus muñecas.

*Tap-tap. Tap-tap. Tap-tap.*

Había pulso. - No, no, no, no, no... - Agitado, se sacudió la sábana de encima y colgó las piernas al borde de la cama. Intentó calmarse y tomó una gran bocanada de aire...

- ¡No! - Respiraba, tenía pulso. Pero eso era imposible. Él nunca había respirado. Nunca había sentido el palpitar en el cuello, ni el calor de la sangre corriendo por sus venas. ¿Qué pasaba? ¿Qué era esto? Ni siquiera debería estar vivo. Tal vez era algún truco, o soñaba. No lo sabía.

Oyó pasos en el corredor y la puerta se abrió. Un hombre metido en una bata blanca le miraba atónito.
Se acercó a Sam y se sentó en una butaca cerca. Él seguía al borde de la cama.

- ¿Te encuentras bien? - Se acercó y, con su estetoscopio, escuchó los latidos del corazón de Sam. De un corazón que no debería estar latiendo.

- Cómo nunca... -

- Excelente. - Sonrió de oreja a oreja y se levantó a dejar el instrumento sobre la cómoda. Se volvió hacia Sam, con ojos interrogantes. - ¿Cómo definirías tu estado de ánimo? -

- Me siento... bien, me siento... vivo. - Lo dijo con un deje sarcástico en la voz.

- ¿Sabes cómo llegaste aquí? - Le miró con franqueza a los ojos.

- ¿Sinceramente? No tengo ni la más remota idea. - Sam se encogió de hombros y le dedicó una triste sonrisa.

- Te seré sincero, chico... -

- Sam. - Interrumpió.

- Bien, Sam. Estabas en coma. No sé por qué, ni cómo has despertado, ni cómo has podido levantarte tan rápido. Estás completamente sano, y no hay razones médicas para explicarlo.

- En coma... - En coma, Sam había estado en coma. No podía creerlo. El médico dejó a Sam descansar y éste se tumbó en la cama, se cubrió con la sabana, y cerró los ojos para aclararlo todo.

Dos horas después, el médico entró en la sala. Salió un instante después y se dirigió a la recepción del hospital.

- La sala 13, ¿quién estaba allí? - Sus ojos se movían frenéticamente de un lugar a otro.

- Sam... Sam. - La secretaria miró sin entender.

- Sam, ¿qué? ¿Sólo Sam? - Dio un golpe con el puño cerrado sobre la mesa.

- No sabemos su apellido, ni su dirección, sólo tenemos eso. -

- ¡Joder! - Volvió a golpear la mesa, esta vez más fuerte.

- ¿Qué pasa, hay algún problema? -

- ¿Qué si lo hay? - Se llevó la mano a la cara y se quitó el sudor de la frente. - Se ha ido.

*****



martes, 18 de octubre de 2011

Quizás

"- Yo. Fui yo. - Lo sentí estallar. Se expandía, por mi pecho. Resonaba en mis oídos. En mi vientre. En mis labios. Y se extinguía... se acababa... Y cómo dolía.

-Yo. Fui yo, Rob. Yo hice temblar el mundo. - Y al abrir los ojos lo supe. Supe que me había descompuesto en millones de millones de fragmentos, y me había vuelvo a recomponer.

- Yo. Fui yo, Rob. Yo te arranqué la piel a tiras. Yo te traicioné. - Lo supe. Supe que si seguía de pie, si me mantenía, era porque todavía estaba sujeto con pegamento. Con uno muy débil.
Yo lo sabía.
Temblé. Me tambaleé."


- Se acaba el tiempo, Rob, se acaba... - ¿Teníamos acaso de eso?

- No, no lo teníamos. Nunca lo hemos tenido. No, nosotros no. - Rob siempre hacía lo mismo. Y eso me ponía de los nervios. Me sacaba de mis casillas, sí.

- ¿Qué vas a hacer entonces? - ¿Que si tenía curiosidad por saberlo? Claro que la tenía. Él me había salvado, al fin y al cabo.

- ¿Qué voy a hacer? ¿Que qué voy a hacer, Ethan? No voy a hacer nada. - No me gustaba que le diera énfasis a las palabras. Lo hacían sonar desquiciado. - ¿Desquiciado? - Soltó.

- Sabes que no me gusta que escuches lo que pienso, Rob. Ni mucho menos ahora que puedes controlar a quién escuchas. - ¿Qué? Oh, sí. Rob podía leer mentes, claro que sí. Era una de muchas de sus excepcionales cualidades.

- Tú sabes que tan sólo puedo leer mentes débiles, Ethan. Lo sabes. - ¿Mente débil, la mía? No podía estar más de acuerdo, sin embargo, no me hacía gracia ninguna que me lo recordase cada dos por tres.

¿Qué íbamos a hacer? Yo ya no lo sabía. Hacía tiempo que no me molestaba ni en pensar en ello. Al fin y al cabo, todos parecían felices.

- Felices no, Ethan; ignorantes. - Rob se dio la vuelta y miró por la ventana. - Pero su feliz ignorancia no va a durar mucho más. No a menos que hagamos algo. -

- Lo sé, dios, ¡lo sé! - Estaba cabreado, cabreado de verdad. Siempre conseguía enfadarme.
- Pero míralos, Rob, míralos. No saben nada de guerras; de las reales, ni de ángeles, ni de demonios, ni de nosotros, Rob. No saben nada. - Deslizó la vista más allá del cristal y contempló a un grupo de niños jugando. Corrían y se cogían, volvían a esconderse, contaban y buscaban. Huían.

- Están huyendo, Ethan. - Sus pupilas se estrecharon; parecía un gato. - Sólo que no saben aún de qué. -

- No tienen por qué saberlo. - Lo sabía, no hacía falta. Yo mismo había vivido ignorante hasta que él me había encontrado. Y entonces me lo había contado todo. Me había dicho lo inimaginable. Pero tenía que creerlo, no me quedaba otra.

- Oh, cállate ya. No dices más que tonterías. -

- Querrás decir que tú no escuchas más que "tonterías". Deja lo que pienso y concéntrate de una vez en lo que digo. - Me estaba empezando a ennervar. - No tienen por qué saberlo. - Repetí.

- Quizás. - Su voz no fue más que un susurro.

Reinó un silencio atronador en la habitación. Tanto fue el silencio que no se escuchaba ni nuestra respiración. Claro que nosotros ya no respirábamos, pero era una forma de hablar. El silencio lo aplastaba todo.

Y no había con qué cesarlo. Tal vez no hubiera nada más que decir.

Pasaron unos interminables minutos antes de que Rob lo rompiera.

- ¿Sabes qué es lo que realmente sé sobre humanos? - No respondí. Sabía que no era necesario.
- Nada, salvo que me gustaría haber sido uno de ellos. -

miércoles, 5 de octubre de 2011

Autodestrucción

Sentía las manos resbaladizas por la sangre. La garganta seca. Los pulmones todavía en llamas

-Alma.- jadeó.
-¿Te encuentras bien?.- Le miraba desde detrás, con suficiencia. Una sádica sonrisa asomaba en su cara medio iluminada.

Sam estaba lleno de magulladuras. Miraba al abismo desde el suelo. Tenía un corte en la sien que hacía tiempo que ya no sangraba. No respondió a su pregunta, por muy obvia que fuera la respuesta. Intentó levantarse.
Su esfuerzo solo provocó que comenzara a gotearle sangre por la nariz.

-¿Sabes cúal es la mayor ironía de todas?- Detuvo su intento de ponerse en pie y se miró las manos heridas sobre el cemento. La brisa le alborotó un poco el cabello, haciendo que algunos mechones pelirrojos taparan sus inexpresivos ojos durante un instante. -Matar para salvar una vida.- Las piernas le temblaron y alzó la mirada al cielo. -Matar... Para salvar una vida.-

-Oh, cómo adoro la melancolía.- Se acercó a él dando pasos largos y sinuosos.
Sam agachó la cabeza de nuevo. Su mandíbula se tensaba por momentos, pero no tenía fuerza como para hacer algo más. -No me digas,- su voz era áspera y dañina - que te arrepientes de tu decisión.

De hecho, sí. Sam se arrepentía. Pero no estaba dispuesto a admitirlo delante de Él.
-¿Nos obligas a todos a hacer algo de lo que arrepentirnos, o soy un caso aparte?- A Sam le reconcomía por dentro esa idea.
-Tan sólo a algunos. Pero tranquilo, no eres especial. Cómo tú, muchos otros cometieron un error.- Dio un paso hacia Sam y colocó su esquelética mano sobre su hombro. - Ya tienes lo que querías, ¿verdad? Ambas partes del trato han sido cumplidas. Así pues, - retiró la mano y dio un paso atrás - creo que es hora de que me vaya.

-De vuelta al infierno - Pensó Sam. Sin embargo, lo que dijo no fue eso. -Sí.- Articuló la palabra lentamente. Como si tuviera cuidado de que no se rompiera en el aire.
-Sí, ¿qué?. - Preguntó Él.
-Sí, me arrepiento.- Contestó Sam. Él se detuvo, y contempló al muchacho con una pizca de satisfacción en la cara.
-Oh, interesante... - Pronunció las palabras relamiéndose interiormente.
- Te gustaría cambiarlo, ¿cierto? Quieres que todo sea como antes. - Los ojos de Sam se iluminaron a través del pelo lacio. Una sonrisa asomó en su cara y Él siguió hablando. - Pues bien. Eso no es posible. - La sonrisa desapareció del rostro abatido de Sam y su mandíbula se tensó reprimiendo un gemido. Él reanudó su discurso. - Nada puede ya ser como antes. Todo ha cambiado. Tu decisión ha hecho el Curso y los hechos distintos. Y no hay nada que puedas hacer para remediarlo. - Se colocó el pelo negro que colgaba en su frente.

-Y si... - Empezó Sam. - Y si yo sólo quisiera cambiar una cosa. Y si tan sólo deseara que Ella viviese. - Sam cerró los ojos en espera de una respuesta, a pesar de que no había hecho ninguna pregunta en realidad.

-En ese caso, ¿qué te hace pensar que me harías cambiar de opinión? Yo soy aquí el que ha ganado, ¿por qué habría de cambiar eso? - Atravesó a Sam con una mirada de curiosidad.

-¿Y si yo te diera a cambio lo que tú más aprecias y de lo que más te necesitas?
Él abrió un ápice los ojos y su boca formó un fino arco.
-Entonces, la cosa cambiaría. - Su sonrisa se ensanchó. - Así pues, ¿estás diciendo que estarías dispuesto? ¿Dispuesto a cambiar de nuevo el Curso? - Sus palabras eran fuego.

Sam cerró los ojos un instante y se dio la vuelta. Le miró fijamente y con total seguridad, respondió. - Lo estoy. -
- En ese caso, - dijo Él - te deseo dulces sueños, Sam, hijo del fuego.
- Pero antes, déjame hacer algo. - dijo Sam.
- No creas que puedes engañarme con tus sucios trucos, mortal. - Escupió las palabras con odio.
- No es esa mi intención. Podéis vigilarme, si queréis. No me llevará mucho. - Sam esbozó una triste sonrisa y bajó la vista hacia sus manos. -Lo prometido es deuda.


-Alma. - Oyó susurrar su nombre. La muchacha se incorporó sobre el asfalto, frotándose las sienes con una mano.
A su lado, un trozo de papel meticulosamente doblado. Alargó el brazo y lo cogió. Desdobló el papel, y, sin entender del todo, leyó:

¿Sabes cúal es la mayor ironía de todas?