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domingo, 23 de enero de 2011

Camino borroso

"Me gustaría pensar que esto va a ser fácil, pero lo cierto es que sé que no lo va a ser.
Es más, creo poder decir, sin temor a equivocarme, que va a ser lo más difícil que haga en mi vida."

Caminé, en dirección contraria a cómo había llegado hasta allí, más o menos por dónde me parecía haber caminado antes.

Pasé de largo innumerables edificios.
Todos ello eran, o al menos, parecían, iguales; grandes bloques completamente cuadrados, apilados unos sobre los otros, con fachadas de colores apagados, monótonos y oscuros.

Me sentía increíblemente cansada, por un lado, y muy viva, por el otro. Claro que había incontables lados más, sólo que esos no resaltaban tanto.

No sabía a dónde debía ir, ni dónde estarías; pero iba a encontrarte.

Así que me concentré, y traté de recordar los lugares exactos por los que había pasado.
Pero esa parte de mi memoria era ilegible. Era cómo si al hacerlo estuviera centrada en algo completamente distinto; mi mente divagaba de una cosa a otra, con recuerdos borrosos; retazos de lucidez.
Tan sólo una cosa permanecía intacta en la maraña de imágenes y pensamientos que inundaba mi cabeza. Y esa cosa eras tú. No sabía por qué, pero me dabas las fuerzas necesarias para seguir adelante. Estaba agotada. No había comido, ni bebido desde que te ví por última vez. Y no tenía ni idea de cuanto hacía de eso.

Había recorrido tanto ya que mis huellas se esfumaban a medida que caminaba; estelas de una moribunda, de una viajera errante que caminaba sin rumbo aparente, tal vez intentando encontrarse a sí misma, tal vez intentando encontrarte a ti.

¿Cómo iba a volver?

Parpadeé para enfocar lo que veía, pero era borroso. De repente mi cabeza comenzó a dar vueltas y más vueltas. La luz iba y venía; sombras, luces, de vuelta a las sombras y de nuevo luces. Me sentía fatal. Mi piernas flaqueaban; estaba a punto de desfallecer.
Podía sentir las miradas de la poca gente que había clavadas en mí.

En un instante me derrumbé en el frío asfalto y con un golpe seco mi mente se envolvió en la oscuridad.

*****

Creí oír tu voz, ¿eras tú? Quizá estuviera empezando a volverme loca...
Pero, ¿dónde estaba? Lo último lúcido que había en mi memoria eran calles borrosas y el frío suelo, y luego nada más que oscuridad.

¿Estaba muerta? Me sentía viva, pero extraña.
Podía pensar, recordar; sentía mi mente bien. Pero mi cuerpo parecía estar a kilómetros de distancia. Cuando intentaba moverlo, no respondía. Lo sentía rígido y frío, cómo si estuviese envuelto en una dura capa de roca que nada ni nadie podía romper.

Pero, si estaba muerta, ¿era esto el cielo? No podía serlo, al menos no sin tí. Entonces, ¿era el infierno? ¿Era este mi castigo? ¿Estar sin tí? Me negué a pensarlo. Simplemente, no podía ser.
Pero, ¿y si era peor que todo eso? ¿Y si verdaderamente estabas ahí, a mi lado? ¿Y si yo no despertaba jamás?

Lentamente, unas voces comenzaron a arremolinarse en mi cabeza, giraban y giraban a mi al rededor, lentas, pero cada vez más rápido.
Vueltas y más vueltas; rápido y más rápido. Sentía mi cabeza palpitar al mismo ritmo que mi corazón. Me dolía todo el cuerpo, cómo si mil agujas se clavaran en el.
Sentí un gran dolor de cabeza y, de repente, todo paró. No más dolor, ni agujas, ni pensamientos absurdos.
Lentamente, abrí los ojos.

Al principio no distinguí más que una tenue luz, pero, poco a poco, mis ojos se acostumbraron al ambiente y lo ví todo más claro.

Estaba... ¿dónde estaba? No lo sabía. Supongo que en algún punto entre dónde me desmayé y a dónde quería llegar.

Con mucha pesadez en el cuerpo, me puse de pié. Alcé las manos a la cabeza y me froté la sien.
¡Cómo me dolía la cabeza! Vaya, desmayarse no resultaba como yo había esperado.
Dí unos cuantos tumbos hacia delante y me apoyé en una farola cercana. Respiré hondo y traté de calmarme.
Miré a mi alrededor. Parecía una ciudad fantasma. Puede que antes no hubiese mucha gente, pero esto era excesivo. En la calle no había ni un alma.

Eché un otro vistazo al panorama y juro que si no hubiese tenido una farola a la que agarrarme, me habría caído de nuevo.

Parpadeé un par de veces para aclarar la vista, pero lo que veía era real.
Era cierto; tú estabas ahí.

Parpadeé de nuevo, esta vez de sorpresa. No podía creerlo, ¡eras tú!
La persona por la que había luchado. Aunque, también eras la persona por la que había huído, por la que me había escondido. Y, por supuesto, eras la persona por la que había regresado.
Supongo que la balanza estaba más o menos igualada.
Así pues, borrón y cuenta nueva.
Me acerqué a ti, sin miedo, decidida. Segura de mi misma y de lo que iba a hacer a continuación.

Por mucho que te viera siempre me resultabas extraño. Era posible que viniera de lejos, de la larga historia que nos unía, pero era así.
Tus profundos ojos azules eran cómo un mar para mí. Podía nadar, sumergirme en ellos, cada vez que te miraba. Tu pelo negro azabache, tus finos labios y tu perfilada nariz, hacían de ti alguien extrañamente familiar. Conocía bien tu figura; esbelta y fuerte.

Caminé unos cuantos pasos más hacia ti.

- Hola - Quise gritar, pero mi voz era apenas un susurro.

Lentamente te diste la vuelta, y me miraste con indiferencia.
Algo no encajaba. Tus ojos no mostraban nada, eran inexpresivos.
¿Cómo podía ser eso? ¿Cómo podían unos ojos que me habían mostrado amistad, ternura, ira u odio, e incluso un comienzo de amor, no mostrar ahora nada?
Cuando hablaste, tu voz sonó igual de inexpresiva:

- Hola, ¿te conozco? - Me quedé helada. ¿Cómo? ¿Era una broma de mal gusto?
Avancé un poco más tratando de tocarte, pero justo cuando mis dedos rozaron tu piel te deshiciste y te esfumaste como si fueras polvo movido por el viento.
Y empecé a gritar, tan fuerte como mis pulmones me permitieron.

Y un instante después me desperté sobresaltada, rodeada por una multitud de gente, en mitad de una calle en mitad de la nada.

Para Alba, mi musa e inspiración, aquí está la 4ª parte de la historia.

sábado, 22 de enero de 2011

Sin tí no soy más que yo, y no me gusta ser yo sin tí

Quise salir corriendo de pura euforia, pero mi cuerpo me traicionó y sólo fui capaz de tambalearme unos pasos más allá de la puerta, hasta llegar a la sombra de uno de los setos perfectamente cortados. Me di cuenta entonces de lo cansada que estaba.
Me erguí de nuevo y traté de tranquilizarme un poco. Caminé unos cuantos pasos más y fue entonces cuando mis piernas decidieron que no me sostendrían más.
Me dejé caer pesadamente sobre el césped, junto a un antiguo y alto roble cuya copa sobresalía muy por encima de las de los otro árboles.

Encogí las piernas, las pegué a mi pecho y me abracé a ellas, entrelazando mis dedos para evitar soltarlas. Cerré los ojos y agucé el oído.
De fondo se distinguían los cantos de los pájaros y, aún más lejos, el rugido de un barco entrando en el puerto.
Olía a mar; a sal. Olía a vida, a actividad, pero, sobre todo, a naturaleza.
Podía oler las rosas, las margaritas, las violetas, los fresales, los manzanos, los naranjos; podría haber distinguido todos aquellos olores con la única necesidad de tomar una gran bocanada de aire.

Podría haberlo hecho, sí. Pero no estaba de humor. Me sentía hecho polvo, y no sólo por el cansancio. Y, de pronto, al pensar en ello, mi mente se derrumbó cómo un viejo muro que bastante había resistido ya.

Lenta y en silencio, cómo siempre había hecho, rompí a llorar; tan bajo que ni el viento parecía oírme. Lloré silenciosamente y sin parar unos pocos minutos, y, cúando del llanto no quedaba más rastro que un hipo irregular y mis enrojecidos ojos, saqué de mi bolsillo un pequeño trozo de papel algo arrugado. Con las manos aún temblorosas, desdoblé el papelito hasta que fue tan grande cómo la palma de mi mano.

Con una letra irregular y torcida, unas pocas palabras asomaban en el centro de la hoja.
Las leí una y otra vez, en silencio; moviendo los labios aunque sin emitir sonido alguno, mientras mi muro mental parecía reconstruirse. De algún modo, aquellas palabras me habían levantado la moral y me habían dado fuerza.

Dediqué unas palabras de silencioso agradecimiento a la persona que yo sabía que había escrito aquello. Apunté mentalmente darle las gracias la próxima vez que lo viese, aunque no tenía muy claro el si lo volvería a ver. Me puse los zapatos y los calcetines de nuevo y me relajé un poco.

Con asombrosa rapidez, me puse de pie. Adecenté un poco mi camiseta y mis pantalones, respiré hondo y me puse a caminar. Sin prisa alguna salí del jardín, recorrí de nuevo el pasillo, y me dirigí a la salida.
De pronto, aquel chico tan mono levantó la mirada y acto seguido la mano en señal de despedida.
Como respuesta, ladeé un poco la cabeza y le guiñé un ojo.
- Hasta pronto. - Dije. Tenía la impresión de que volvería a verle dentro de no mucho tiempo.
Con una mano, empujé la puerta de cristal y salí a la calle.

Miré a ambos lados y eché a andar.

Iba a desandar lo andado, a encontrarte, a darte las gracias y a decirte cuando te quería, por mucho que me costase hacerlo.


Para Lucía, esa chica a la que siempre le gustan mis textos.

domingo, 16 de enero de 2011

Más historias que contar

Caminé durante largo y tendido, sin rumbo; sin un destino definido.
De vez en cuando me detenía a mirar esto y aquello, a pensar acerca de a dónde iría o a intentar ver más allá del horizonte.

Tras largas horas de camino, me detuve. Aquello que hacía no tenía sentido alguno. Al fin y al cabo, ¿que hacía una joven chica caminando sola por el mundo, sin saber siquiera a donde ir?
No, ningún sentido...

Alcé la mano para taparme la cara del sol y miré a mi alrededor. No tenía ni la más remota idea de dónde estaba. ¿Cúanto había caminado? ¿Kilómetros? Ni yo misma lo sabía.

Alcé la vista al cielo deseando volver atrás en el tiempo para no haberme perdido, para no haberme caído al suelo, para no haberme sentido como una idiota, y, sobre todo, para no haberte dicho aquello.

Pero lo hecho, hecho estaba, ¿no?

Crucé la calle y me detuve frente a un local de aspecto algo siniestro. Contemplé mi reflejo en el cristal de la puerta y me coloqué el enmarañado pelo.
Tenía un aspecto horrible, francamente: grandes bolsas bajo los ojos, pelo revuelto; aunque algo mejor que antes, ropa arrugada, cara manchada de barro seco y una terrible expresión en el rostro.
Me pasé la mano por la cara; tratando de quitarme el barro, me froté los ojos, me coloqué la camiseta, volví a a peinarme un poco y planté una amplia, aunque falsa, sonrisa en mi cara.

Y me decidí a entrar.
Verdaderamente, el local era de lo más siniestro. Quizá hubiera debido darme la vuelta e irme por dónde había venido, pero lo cierto es que, ni tenía medios para volver, ni sabía cómo.
Además, tampoco sabía por qué, allí dentro me sentía mejor que fuera.

Contemplé con detenimiento la amplia sala que se abría ante mí: paredes negras, butacas negras con mesas negras, una barra de bar negra, lámparas negras y gente total y absolutamente vestida de negro.
Puaj! Vaya sitio más horrible. La verdad es que todo el rollo gótico no me iba nada de nada.

Con una sonrisa algo menos amplia y paso decidido, me encaminé hacia la barra.
No había mucha gente, pero el local estaba lo suficientemente lleno como para tener que abrirme paso con "lo siento" o "disculpe".
Cuando por fin estuve sentada en uno de los altos y negros taburetes, un chico bastante mono y de aspecto alegre se dirigió a mí:
- ¿Qué hace una chica cómo tú en un sitio cómo este a estas horas?

- ¿Por qué lo preguntas? Espera, ¿qué hora es? - Dije, ignorando por completo su pregunta, involuntariamente, claro.

- Las cinco y media.

- Ahm, tampoco es tan tarde, ¿no? - Dios, no podía haber sonado más estúpida.

- No, realmente no. Bueno, no has contestado a mi pregunta. - Dijo el con una pícara sonrisa.

- ¿Qué? Oh, ya... - Tierra trágame - Pues... Si te digo la verdad, no tengo ni idea de cómo he llegado aquí. ¿Por casualidad sabes dónde estamos? - Estaba hecha una completa idiota.

- Sí, pero si te lo dijera, tendría que matarte. - Dijo él, al tiempo que me guiñaba un ojo.

- Oh, bueno, supongo que entonces será mejor no decírmelo. - Mi sonrisa se iba relajando y tomando un aspecto algo menos falso. - ¿Tenéis servicio? - Dije al tiempo que hacía una mueca tan estúpida como me sentía delante de aquel chico tan guapo y simpático.

- Sí, al final de ese pasillo; tercera puerta a la izquierda. - Dijo, al tiempo que movía la mano a modo de saludo.

Lo contemplé un momento y me di cuenta de lo realmente guapo que era.
Tenía el pelo castaño claro, prácticamente rubio; unos hermosos ojos verdes, nariz recta y perfilada y una boca de ensueño. Parecía alto, a pesar de estar sentado en una silla de aspecto incómodo. Encajaba con el perfil de chico flaco, aunque podía apreciar los músculos bajo su camiseta negra.
Lo miré largo rato hasta que me di cuenta de que no me había movido ni un milímetro y estaba ahí, mirando, con una estúpida sonrisa plantada en la cara.
Espabilé y, sin volver la vista atrás, recorrí la estancia hasta llegar al pasillo.

¿Qué puerta era? Con tanta bobería había olvidado lo que aquel chico me había dicho. ¿Era la segunda o la tercera? No tenía ni idea. Estuve por volver atrás a preguntar de nuevo, pero habría quedado aún más en evidencia. Y ya me bastaba con ponerme en ridículo una vez.

Sin más cacaos mentales, me decidí por entrar en la segunda.

Traté de no vacilar cuando abrí la puerta que daba al interior.
Con un sólo movimiento suave y sin prisas, giré el picaporte en sentido contrario a las agujas del reloj. Con un chasquido sordo, la pesada puerta se abrió, emitiendo un agudo chillido, del que, por suerte, nadie pareció percatarse.

Dí un paso adelante y miré a mi alrededor. Aquello no se parecía mucho a un baño.

Era un espacio bonito, amplio y exuberante. Aquí y allá había todo tipo de plantas; árboles, arbustos, flores. Todos ellos de vivos y agradables colores. Sin lugar a dudas, no tenía nada que ver con el interior del local. Dí un paso adelante y respiré hondo, tanto como mis pulmones me permitían. Estar allí me resultaba realmente agradable.

Sentí la tentación de tirarme al mullido césped, pero en lugar de eso, me quité los zapatos y los calcetines, dejando mis pies descalzos.
Planté los pies en el suelo y moví los dedos hundiéndolos en la tierra que había debajo del césped.

Refrené el impulso de saltar de alegría, por lo bien que me sentía. Aunque me contuve.
Juraría que hacía años que no me sentía tan bien.

Para Paula, esa chica que es tan impaciente. He aquí la segunda parte de la historia.

viernes, 14 de enero de 2011

My way

-Lo siento, no tengo suficiente tiempo como para seguir esperándote.
El tiempo es oro, y no tengo ganas de perder más. - Aquellas palabras salieron de mi boca antes siquiera de que yo las pensara.
Inmediatamente después de haber dicho esto, me arrepentí increíblemente.
Días atrás, decirlo me habría parecido un sueño, pero ahora... todo había cambiado.

Yo estaba allí, mirándote; medio asombrada por lo que acaba de decir, medio distraída mirando tus labios. Estaba indecisa. No sabía ni que hacer, ni que decir, ni que pensar. Me encontraba completamente perdida. Perdida de la manera más tonta de la que uno es capaz de perderse.
¿Y qué hice? Absolutamente nada. Tan solo quedarme allí, delante tuya, pensando sin pensar y mirándote fugazmente.
¿Cúanto tiempo pasamos así? ¿Fueron segundos, minutos, horas? No lo sé; tan solo sé que para mí fue una eternidad. Una eternidad tremendamente incómoda.

Sin mediar palabra alguna, te diste la vuelta y te fuiste. Seguía sin saber que hacer, seguía sin saber que pensar y desde luego, tampoco sabía que decir.
Así que, de nuevo, no hice más que quedarme allí, sin hacer nada.

Caí de bruces al suelo, parando el impacto con las manos; las rodillas me habían fallado, sin saber muy bien por qué. Mirando al suelo me fijé en que, me pareció a mí, había empezado a llover.
Unos instantes más tarde me di cuenta de que no llovía, a pesar de que había gotas en el suelo y mi cara estaba húmeda.
Lloraba, lloraba sin saber por qué.
Estuve así, llorando silenciosamente en el suelo unos cuantos minutos.

Decidí que debía hacer algo, así que me llevé la mano a la cara y me enjugué las lágrimas, dejando mi cara manchada de tierra húmeda. Lentamente, me levanté, me coloqué la ropa y eché a andar.

No sabía bien a dónde iba, ni cómo iba a llegar; tan sólo tenía claro que lo haría sola.