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sábado, 22 de enero de 2011

Sin tí no soy más que yo, y no me gusta ser yo sin tí

Quise salir corriendo de pura euforia, pero mi cuerpo me traicionó y sólo fui capaz de tambalearme unos pasos más allá de la puerta, hasta llegar a la sombra de uno de los setos perfectamente cortados. Me di cuenta entonces de lo cansada que estaba.
Me erguí de nuevo y traté de tranquilizarme un poco. Caminé unos cuantos pasos más y fue entonces cuando mis piernas decidieron que no me sostendrían más.
Me dejé caer pesadamente sobre el césped, junto a un antiguo y alto roble cuya copa sobresalía muy por encima de las de los otro árboles.

Encogí las piernas, las pegué a mi pecho y me abracé a ellas, entrelazando mis dedos para evitar soltarlas. Cerré los ojos y agucé el oído.
De fondo se distinguían los cantos de los pájaros y, aún más lejos, el rugido de un barco entrando en el puerto.
Olía a mar; a sal. Olía a vida, a actividad, pero, sobre todo, a naturaleza.
Podía oler las rosas, las margaritas, las violetas, los fresales, los manzanos, los naranjos; podría haber distinguido todos aquellos olores con la única necesidad de tomar una gran bocanada de aire.

Podría haberlo hecho, sí. Pero no estaba de humor. Me sentía hecho polvo, y no sólo por el cansancio. Y, de pronto, al pensar en ello, mi mente se derrumbó cómo un viejo muro que bastante había resistido ya.

Lenta y en silencio, cómo siempre había hecho, rompí a llorar; tan bajo que ni el viento parecía oírme. Lloré silenciosamente y sin parar unos pocos minutos, y, cúando del llanto no quedaba más rastro que un hipo irregular y mis enrojecidos ojos, saqué de mi bolsillo un pequeño trozo de papel algo arrugado. Con las manos aún temblorosas, desdoblé el papelito hasta que fue tan grande cómo la palma de mi mano.

Con una letra irregular y torcida, unas pocas palabras asomaban en el centro de la hoja.
Las leí una y otra vez, en silencio; moviendo los labios aunque sin emitir sonido alguno, mientras mi muro mental parecía reconstruirse. De algún modo, aquellas palabras me habían levantado la moral y me habían dado fuerza.

Dediqué unas palabras de silencioso agradecimiento a la persona que yo sabía que había escrito aquello. Apunté mentalmente darle las gracias la próxima vez que lo viese, aunque no tenía muy claro el si lo volvería a ver. Me puse los zapatos y los calcetines de nuevo y me relajé un poco.

Con asombrosa rapidez, me puse de pie. Adecenté un poco mi camiseta y mis pantalones, respiré hondo y me puse a caminar. Sin prisa alguna salí del jardín, recorrí de nuevo el pasillo, y me dirigí a la salida.
De pronto, aquel chico tan mono levantó la mirada y acto seguido la mano en señal de despedida.
Como respuesta, ladeé un poco la cabeza y le guiñé un ojo.
- Hasta pronto. - Dije. Tenía la impresión de que volvería a verle dentro de no mucho tiempo.
Con una mano, empujé la puerta de cristal y salí a la calle.

Miré a ambos lados y eché a andar.

Iba a desandar lo andado, a encontrarte, a darte las gracias y a decirte cuando te quería, por mucho que me costase hacerlo.


Para Lucía, esa chica a la que siempre le gustan mis textos.

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