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martes, 10 de enero de 2012

Sentimiento oculto

*Toc, toc.*

Me levanto y me acerco a la puerta. Cierro un ojo y atisbo por la mirilla, con miedo.
Al ver algo pelirrojo y rizado, me tranquilizo. Espero un instante y la contemplo.

*Toc, toc.*

Consigo volver a la realidad y quito los cuatro cerrojos y la cadena. Me echo hacia atrás y digo:

- Adelante. - La puerta se abre y entra, cerrándola casi de inmediato. Entra agitada, como siempre hace. Apoya la espalda en la puerta y calma su respiración. Me mira con brillantes ojos interrogantes.

La primera vez que vi esos ojos pensé que estaban interesados en mi. Sin embargo, con el tiempo, aprendí que no era así, por desgracia. Ella siempre mira de esa manera, aunque quizás no a todo el mundo.


- Hace frío, más que ayer... - Cuelga el chaquetón gris en un gancho en la pared y se escurre el pelo en una maceta. Se quita las botas de goma de dos patadas y aterrizan en la pared.

Sus ojos me atraviesan y me miran con preocupación. La situación no ha mejorado. Sigue siendo invierno, claro, pero parece hacer más frío de lo normal.

- Quizá menos que mañana. - Digo, pero sé dos cosas; que miento y que ella no me cree.
- Los dos sabemos que no, no intentes tranquilizarme; ya no soy una niña pequeña. - Y es verdad, no queda en ella nada que me recuerde a la chica menuda con cara de bollo que había conocido hacía tres años; nada salvo esos ojos verdes y dorados.

Ha crecido; tanto en altura y complexión como en carácter. Es esbelta y delgada, aunque a nadie le extraña, ya que apenas come. Tiene un espeso pelo de un color pelirrojo apagado, que le cae en rizos hasta prácticamente la mitad de la espalda. Pero no son encrespados; sino suaves y sedosos, cómo tirabuzones ondulados y cobrizos.

Su cara es perfecta. Y no es que lo diga yo, es que lo es. Tiene unos ojos grandes, pero no llegan a ser saltones. Su nariz es algo respingona, con una curva suave e inocente. Su boca en bonita, más que bonita. Tiene unos labios carnosos y de un color rosa pálido mezclado con el naranja de una puesta de sol.
Tiene un sinfín de pecas al rededor de la nariz y sobre los pómulos. También asoman bastantes en sus hombros y pecho.

Aunque parece un tópico de la genética, (pelirroja, ojos verdes y pecosa) no lo es para nada. Su piel es de un tono aceitunado claro. Es el color de piel más precioso que jamás haya visto.
Su pelo tiene más el color de un atardecer en la playa, o de las hojas de los árboles cuando no son ni amarillas, ni ámbar ni rojas. Sus pecas son de un tono naranja suave, y sus ojos... Oh, sus ojos. Son algo de otro mundo; son verdes, sí, pero...
El borde de sus ojos es de un verde oscuro, mientras que el resto es de un verde azulado, tan intenso que recuerda al corazón de un bosque en primavera. En el centro, justo al rededor de la pupila el color es de un dorado brillante y tiene un sinfín de tonos amarillos, naranja y ámbar manchándolos como si fueran gotas de pintura.

- ¿Te apetece algo de comer? - Me pregunta. - He ido al mercado a por algunas cosas que nos faltaban. - La idea me tienta, pero acabo de comer, así que sacudo la cabeza. Ella se encoge de hombros y va a colocarlo todo a la cocina.

Vamos pocas veces al mercado, ya que está lejos y suele no valer la pena. Sin embargo, a veces tenemos cosas que no necesitamos para nada y las cambiamos por otras más difíciles de encontrar.
La mecánica del lugar es fácil; el trueque. Sin no sabes cómo hacer uno bueno, más te vale no acercarte. Eso lo aprendimos en la primera semana que lo visitamos; ahora nada se nos resiste.

Vuelvo a la realidad con el estrépito de unos cacharros de metal cayéndose. Camino lentamente a la cocina y la ayudo a recoger el estropicio, así como a guardar lo que queda.

Nada más acabar miro por la ventana y el asombro se apodera de mi cara; ya ha anochecido. Eso no es normal, ni siquiera aquí. Miro el reloj: las 4 de la tarde. Normalmente la luz se va a las 5. Me vuelvo y la miro a los ojos.

- ¿Crees que significa algo? - Sé que está preocupada. Sus ojos miran por la ventana buscando algo que explique por qué el mundo se oscurece cada vez más.

- No lo sé. - Admito. - Solo espero que mañana amanezca temprano. - Temprano. Las cuatro y media sería una buena hora para que amaneciera mañana, para compensar esto. Pero no, porque aquí no amanece hasta eso de las 5 y veinte pasadas.

Ella se abraza a mí y entierra su cabeza en el hueco entre mi hombro y mi cuello; yo le devuelvo el abrazo.

Es lo que tiene vivir en Hayne; hay pocas horas de luz natural. Y aunque no suele suponer un problema, cada vez resulta más deprimente ver a los niños salir del colegio de noche.

Se zafa de mi abrazo y le coloco el pelo detrás de la oreja con una mano.

Nos apartamos de la vista de la ciudad, completamente oscura salvo por las luces de las ventanas.

Vamos a la habitación, y ella abre la cama mientras yo bajo las persianas y cierro las cortinas.

Nos cambiamos y ponemos nuestros pijamas más cómodos y calentitos, porque sin duda esta noche hará frío; más que de costumbre.

- ¿Tienes alguna camiseta de manga larga que dejarme? - Ella se vuelve hacia mí, todavía en ropa interior. Hace un tiempo me habría sonrojado, porque su cuerpo es más que perfecto, pero consigo controlarme. El pudor no es algo que haya entre nosotros; hay demasiada confianza. - No encuentro las mías. - Y, por supuesto, por su parte, no hay posibilidad de que surja nada más; así que es otra razón para no sentirlo.

Miro hacia abajo, me doy la vuelta y escarbo en el cajón. Saco una camiseta verde pálido y se la lanzo a la cara con cariño. Ella me mira, molesta pero divertida, y se la pone. Luego se enfunda unos pantalones de terciopelo gris muy anchos.

Nos metemos en la cama y ella pronto me pide que la abrace. Lo hago, aunque duela. Nos tumbamos de lado, acurrucados; su espalda contra mi pecho; mi respiración en su nuca.
Y nos dormimos.

A la mañana siguiente me despierto buscando su calor, pero no lo encuentro. Abro los ojos y veo que no está. Me pongo triste por ello.
En las últimas semanas he confirmado lo que ya sospechaba: la amo. Pero ella no debe saberlo, porque lo estropearía todo. Nuestra amistad se iría a pique, y no quiero eso. La tristeza aumenta aún más y me obliga a levantarme.

Salgo de la cama con pereza y me pongo las zapatillas, voy al cuarto de baño y me ducho con agua ardiendo. Nada más salir, me cubro con su albornoz; es más calentito y, además, huele a ella. Camino por el pasillo mirando fotografías; su cara, mi cara, nuestras caras, su cara otra vez...

Llego a la habitación y dejo caer el albornoz al suela junto a la puerta; la cierro y me miro al espejo.

Tengo el pelo castaño claro, entre el rubio y el dorado. Lo llevo corto y enmarañado. Mis ojos son azul intenso, mi nariz algo grande y curva y mi boca, pequeña, con los labios algo carnosos. Bajo la vista y miro más atentamente; apenas se me nota la cintura, no tengo muchas caderas, ni un culo demasiado atractivo. Tengo las piernas largas, sí, pero no tienen una forma bonita.

Subo y bajo la vista unas cuantas veces, escrutándome.
Al final desisto; nunca tendré el mismo atractivo que ella. Jamás estaré a su altura.

Me acerco al armario, me pongo la ropa interior. Saco una camisa, una chaqueta gruesa, una falda de lana y unas medias tupidas. Me lo pongo todo y me calzo las botas de nieve.

Llego a la puerta y me pongo el chaquetón encima. La abro y miro fuera; el día parece incluso pero que ayer.

Sólo me queda un consuelo, y es que, al encontrarla, ella esté preocupada y pueda estrecharla de nuevo entre mis brazos.