Permanecía sentada en la cama, atenta al silencio de la noche. Preservando las esperanzas, de que algún día, él vendría a mi encuentro.
Ahogaba el sentimiento de tristeza al ver cómo, de nuevo, las montañas se tragaban el Sol y la luz, junto con mis ilusiones, se apagaba. Y una vez más, cúando el fulgor de la estrella brillaba de nuevo, mis certidumbres renacían, otra vez dispuestas a esperar.
Pero yo sabía que aquellas esperanzas no me iban a durar demasiado, no lo suficiente. Sabía que todo aquello en lo que creía, no era cierto. Y aún así, debía creerlo. Porque, si no lo hiciese, ¿qué me quedaría? Mi vida se reducía a la esperanza y al vacío. Y si me apartaba de ello, no tendría nada.
Debía seguir esperando a lo que fuese que tuviese que suceder.
*****
Otro día acababa. Me decidí a irme a dormir. Lo que fuera a pasar, no lo haría en lo que quedaba de día. Y si así era, viviría con ello.
Cómo cada noche, me despojé de mi pesado vertido y lo dejé sobre la cómoda junto a la cama. No valía la pena guardarlo; en unas cuantas horas, me lo volvería a poner, eso lo sabía. Y todo comenzaría de nuevo. También era consciente de eso. Pero me daba igual. No había nada que yo pudiera hacer. Estaba encerrada para siempre, o al menos eso era lo que parecía.
Agarré mi suave camisón y me lo enfundé lentamente. Recogí mi larga melena en una trenza que prácticamente rozaba el suelo.
Me senté en el pequeño taburete que descansaba junto a mi tocador. Pasé una mano por el espejo polvoriento que reposaba encima. Hacía tanto que no contemplaba mi reflejo, que ya apenas me reconocía.
Seguía siendo hermosa, o eso creía yo. Claro que tampoco tenía a alguien que lo corroborase. Pero había cambiado. Ya no había en mi rostro rastro de facciones infantiles. Era una mujer. Una mujer de mirada fiera y felina. Eso era lo que había cambiado. Ya no tenía una mirada dulce e inocente. Se había vuelto fría cómo el hielo e impenetrable cual muro.
Me preguntaba quien sería capaz de enamorarse de esta mirada.
Me puse en pie y me dirigí lentamente hacia la cama. Abrí las suaves sábanas y resbalé hasta el cálido interior de la cama. Allí me sentía bien. Ahora dormiría, de nuevo sin nada que soñar, cómo cada una de las casi 7 000 noches que llevaba encerrada en lo alto de aquella torre.
Me recosté y cerré mis ojos. Aguardaba al sueño, pero no llegaba. Tardé bastante en conciliarlo, pero una vez lo hube hecho, esto fue lo que pasó por mi cabeza:
En lo alto de la montaña, una chica de hermosa figura descansaba alerta. Tenía la vista puesta en el horizonte, expectante. Casi parecía que estuviera esperando algún peligro al que enfrentarse. Cómo si necesitara adrenalina para sobrevivir en el mundo. Llevaba una vieja y abollada armadura, corroída por mil y una historias de batallas en las que había participado. Tenía cicatrices aquí y allá. Pero aquellas marcas no la afeaban. Le daban un brillo especial; la hacían única. Y su mirada daba a entender que muchas más recorrerían su figura. Su mirada fiera y felina.
Con un grito ahogado, desperté y me incorporé en la cama. ¿Qué había sido eso? ¿Había soñado, por primera vez en más de 18 años? Aún no lo creía, pero recordaba el sueño con claridad. Debía significar algo, tenía que hacerlo.
Salté de la cama y corrí al armario. Me quité el camisón y rebusqué dentro. Nada. Nada que me sirviera. Corrí escaleras abajo. Sabía que no llevaba más que el corsé y las cortas enaguas, pero me era indiferente. Necesitaba encontrar algo, aunque no estaba muy segura de qué buscaba.
Aún así, seguí recorriendo la torre, abriendo todas y cada una de las puertas, de los armarios, de las despensas.
Subí y bajé las escaleras una y otra vez, rebuscando en cualquier hueco que pudiera contener algo. Estaba cansada, desfallecía, y tropecé. Caí con fuerza sobre las tablas de madera, cerca de la escalera. Oí un crujido extraño y miré atentamente.
Había algo, algo raro.
Escruté las placas de madera y descubrí una puerta entreabierta mínimamente.
Lentamente, me levanté y empujé la puerta con la punta de los dedos.
Eché una ojeada dentro.
Allí estaba. Eso era. Aquello era lo que había estado esperando 18 años de mi vida.
Al otro lado de la pequeña y estrecha sala, imponente, había una hermosa y reluciente armadura. Una bella armadura de negro metal, con centelleantes destellos plateados. Me acerqué y pasé las manos por la pechera. Al suave contacto saltaron pequeñas chispas de electricidad.
Estaba hecha para mí. Era mía.
La recorrí con la mirada. Era hermosa, fiera, delicada y salvaje; todo a una. Era yo.
Completamente yo.
Completamente yo.
Alcé la mano y acaricié su superficie. Se basaba en una pechera, corta, lo suficiente para cubrir pecho, hombros, espalda y barriga; hasta el ombligo. Tenía una cota de malla plateada debajo de la pechera y guantes acorazados. Bajé la mirada. Había una hermosa falda de placas metálicas. Era corta, llegaría hasta la mitad de mi muslo, cómo mucho. Debajo, unos ligeros pantalones de tela gruesa hasta la rodilla. Y aún más abajo, unas relucientes botas negras.
Y apoyada en la pared de detrás, una larga y blanca espada. Tenía sendas inscripciones en un idioma que no era capaz de leer. Su mango eran dos dragones entrelazados y tenía dos únicas piedras preciosas negras incrustadas a ambos lados. Diamantes negros.
Sin pensar ni un segundo más, lo cogí todo con dificultad y corrí escaleras arriba. Lo tiré sobre la cama y me miré al espejo de pie.
Alargué la mano hasta la espada y la levanté. Ahora sí parecía yo.
Pasé la espada por detrás de mi cuello, la bajé hasta la altura de la cintura y, sujetando la trenza, dí un fuerte tirón. El pelo cayó al suelo cual larga y dorada cortina. Dejé la espada sobre la cómoda y me agaché a recoger dos de mis cintas del pelo. Con rapidez y eficacia, me até una coleta, y después una trenza, considerablemente más corta que la anterior.
Me dí la vuelta hacia la cama y comencé a enfundarme la armadura. Me iba perfecta. No tenía dificultad a la hora de ponérmela. Cúando acabé, me miré una vez más al espejo.
Había cambiado, una vez más. Ya no era la chica que aguardaba a su príncipe desesperada.
Ahora era una guerrera.
Agarré la espada y la enfundé, atándola a mi cintura.
Caminé rápida y bajé las escaleras. Agarré comida y unas pocas cosas más que probablemente me vendrían bien en mi viaje. Estaba radiante de alegría.
Pero al llegar abajo, mis ánimos se disiparon rápidamente. Seguía encerrada en aquella estúpida torre. No había manera de salir. ¿Cómo había sido tan ilusa?
Con más furia y enfado de lo que jamás había tenido antes, arremetí contra la puerta. Nada sucedió. Golpeé una segunda vez, con más fuerza. La puerta se resquebrajó un poco. Con ira, cargué una vez más con el hombro contra la puerta, y con un sonoro estallido, se partió en mil y un pedazos, y rodé por el suelo. Con una sonrisa triunfante, me levanté y me sacudí la tierra de la armadura.
Corrí ladera arriba, riendo y gritando.
Llegué a lo alto de una alta montaña y descansé alerta. Posé la vista sobre el horizonte, expectante. Esperaba algún peligro al que enfrentarme. Ahora que era libre, necesitaba adrenalina para sobrevivir en el mundo. Llevaba mi nueva y reluciente armadura, lista para ser corroída por mil y una batallas que iba a librar. Mi miraba daba a entender que miles de cicatrices recorrerían mi cuerpo; pero no me afearían. Me darían un brillo especial; me harían única; cómo siempre había sido. Mi mirada, fiera y felina, escrutaba el paisaje en busca de aventuras que fueran completamente nuevas para mí.
*****
Yo era una princesa. Sólo que no era cómo ninguna otra. Aguardaba en lo salvaje a que algo llegara. Luchaba, apoyada en las rocas, hasta que mis piernas se entumecían y mis ojos se cerraban solos.
Permanecía sentada en la hierba, atenta al silencio de la noche. Preservando las esperanzas, de que algún día, él vendría a mi encuentro.
precioso ^^
ResponderEliminarwee, gracias -w-
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