Había soñado con un lugar que no conocía; lejos de su trabajo, de sus amigos, de su familia, de su pareja; de su vida. Y lo extraño, es que allí era feliz. Increíblemente feliz.
No recordó mucho más de aquel sueño, pero nada más despertarse, se levantó de la cama, y se acercó sigilosamente al armario. No quería despertar al pequeño ovillo acurrucado al otro lado de la cama, junto a su chico, que dormía plácidamente soñando no se sabe qué.
Sacó una maleta pequeña en la que metió poca ropa y una pequeña mochila que llenó con un par de fotografías polvorientas, algunos CDs y unos cuantos libros. Recuerdos, pensó. Cogió dinero y lo metió en su cartera.
Se dirigió al pequeño y abarrotado escritorio al final de la habitación y cogió un papel y un bolígrafo. En él apuntó un par de números de teléfono. En otro papel, con letra irregular, escribió:
Perdóname. No esperes por mí. No volveré, al menos no pronto.
Siempre os querré.
Y lo dejó en la mesilla del chico con el que había compartido los últimos diez años de su vida.
Agarró la maleta y se echó la mochila al hombro.
Salió por la puerta y corrió al aeropuerto.
El primer billete a un lugar lejano y diferente. Dijo a la azafata. Ella le tendió el billete.
Bali, Australia. Sonaba bien. Era el lugar adecuado.
Dos horas más tarde ya sobrevolaba el océano en pos de su nueva vida, lejos de todo.
Era consciente de que nadie la entendería y que la juzgarían por marcharse así; pero no le importaba.
Tenía 32 años, odiaba la monotonía más que ninguna otra cosa y llevaba anclada a la misma rutina, día tras día, durante 10 años. A una vida que jamás hubiera imaginado cómo suya.
Yo no he nacido para esto. Se repetía una y otra vez esa frase. Cada día. Y, hoy, nadie sabía por qué; había escapado.
Aún tenía miedo de su decisión. Pero se estaba dando cuenta de una cosa: las decisiones, ya fueran grandes o pequeñas, siempre son el comienzo de algo.
Y ella había comenzado sonriendo.
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