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jueves, 23 de diciembre de 2010

Alas rotas

Salgo de mi ensimismamiento y me encuentro cayendo.
Cayendo al vacío.
Doy un grito de socorro que queda ahogado por las lágrimas que se acumulan en mis ojos y mi garganta.
- ¿Qué es esto? ¿Qué pasa? ¿Por qué estoy aquí? - Miles de preguntas comienzan a invadir mi mente.
Hago lo que puedo por frenar la caída, pero no tiene remedio.
Pienso, escruto mi mente en busca de respuentas. En busca de algún indicio que me diga por qué me está pasando esto.

Comienzo a sentirme pesada, de modo que caigo más rápido.
Hecho un vistazo a mi cuerpo y descubro unas hermosas alas negras que nacen de mi espalda y se extienden majestuosas a los lados.
- ¿Cómo pude no verlas antes? - Me digo.
Al asmilar todo esto, una loca idea cruza por mi cabeza.

Comienzo a batirlas. Trato de remontar el vuelo.
Sin embargo, cada aletazo que doy resquebraja mis alas, las vuelve más pesadas y hace que caiga más deprisa.
- ¿Cómo puede pasar esto? - Me pregunto. - ¡No tiene sentido! - Grito.
Apenas un instante después de haber pronunciado esas palabras, mi caída se acelera, caigo más y más rápido.
El miedo me invade, se apodera de mí; mi cuerpo se tensa, se vuelve de piedra. Noto cómo todos y cada uno de mis músculos quedan rígidos.

Y empiezo a gritar. Grito. Grito con todas mis fuerzas. Grito hasta que se me rompe la voz.
- ¡Quiero que esto acabe! - Lloro.
Deseo estrellarme contra el suelo y deshacerme en mil y un pedazos. Quiero acabar con esta angustia que me corroe por dentro.
Aunque tengo miedo, miedo de llegar al final de la historia; al final de todo esto.

Me siento rota, comienzo a imagiarme esparcida en pedazos a lo largo del vacío en el que caigo.

Sin previo aviso, me encuentro en medio de una batalla, que se libra acaloradamente en mi interior, rompiéndome y resquebrajándome cada vez más. Hasta el punto en el que llego a pensar que ya nada queda de mí más que un lejano recuerdo.

Observo la batalla. No es una batalla real, ni tan siquiera hay lucha, al menos no una lucha que se pueda apreciar a simple vista. Es una batalla etérea, efímera.

Mi corazón comienza a oprimirme el pecho. De una manera u otra sé que si esa batalla sigue teniendo lugar, acabará por matarme.
Me armo de valor, y hago lo único que puedo hacer en ese momento:
Cierro con fuerza los ojos.
- ¡Basta! ¡Ya basta! - Grito con todas las fuerzas que me quedan.

Y, repentinamente, mé detengo en el aire. Ya no caigo. Mi cuerpo se libera, ya no siento miedo.
Soy libre.
Hecho un vistazo a mi espalda y aprecio que mis alas ya no son negras, sino blancas, limpias; puras.
Ya no están rotas.

Cierro los ojos una vez más emitiendo un suspiro de alivio.
Y al abrirlos de nuevo estoy en un lugar completamente distinto.
Estoy en un prado, verde esperanza.

Respiro profundamente. Estoy a salvo.

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