Me desperté una fría mañana. No era fría en sí, pues todavía era agosto. Sin embargo, así era como yo la sentía. Helada.
Me arrastré fuera de la cama y me apoyé en el alféizar de la ventana. Fuera corría una brisa que cortaba la respiración. Había algo en el aire, algo extraño, que despertaba tristeza en algún lugar de mí. Aunque todavía no sabía dónde exactamente.
Miré por encima de las copas de los árboles y los tejados de los altos edificios. Me imaginé a mi misma; contemplando el mundo con ojos curiosos, como una niña pequeña a la que todo le parece nuevo. En cierto modo así era, podía imaginarlo. Aunque, áquel nuevo mundo que parecía despertar, lo hacía con colores más apagados. No me importaba, al fin y al cabo. Nada parecía importarme en aquel momento.
Caminé lentamente, alejándome de la ventana y de un mundo descolorido, hacia la puerta del gran armario al otro lado de la habitación. La abrí con sumo cuidado.
Dentro, montañitas de ropa, desprendían un suave olor tremendamente familiar para mí. Inspiré profundamente y busqué en mi recuerdo, haciendo que una liviana lágrima resbalase por mi mejilla.
No me pasé la mano para borrarla de mi rostro, pues no tenía sentido.
Rebusqué entre los cajones y saqué una camiseta; larga, ancha. Me la puse. Demasiado grande para mí. Tampoco me importaba demasiado. Es más, me gustaba esa camiseta. Casi podía decir que era una de mis preferidas. Me enfundé los primeros vaqueros que encontré y me calcé unas deportivas gastadas, prácticamente tres tallas mayores de lo que realmente necesitaba. Pero me daba igual. Todo ello me era indiferente.
Me di la vuelta y contemplé mi reflejo en el espejo de pie que había justo al lado de la ventana.
Vi mi rostro, ensombrecido por la escasa luz de la mañana, las oscuras bolsas bajo unos ojos azul cielo, más sombríos que de costumbre, los labios agrietados y secos, que hacían contraste con mi piel, esa mañana todavía más pálida a lo que acostumbraba ser.
Cerré los ojos e imaginé que unas suaves corrientes de aire me rodeaban, dando la impresión de que unos brazos me abrazaban. Lentamente, otra cristalina lágrima recorrió mi cara, dejando una nueva y húmeda marca sobre mi piel y una dolorosa y desgarradora sombra bajo ella.
Tampoco esta vez traté de borrarla.
Salí de la habitación, sin prisas. Caminé por todo el pasillo, moviéndome en lentos suspiros, haciendo que mi enmarañado pelo se agitase al rededor de mi cara.
Contemplé las polvorientas fotografías que colgaban a lo largo de las ya gastadas y descorchadas paredes, deteniéndome ligeramente en cada una de ellas, asestando un golpe a mi alma con cada una de las imágenes.
Cuando ya salía del pasillo, una lágrima más se derramó y quedó colgando de mi barbilla. No me molestaba.
Seguí andando, sin molestarme en colocarme el pelo, ajustarme los vaqueros o atarme uno de los cordones que, sin darme siquiera cuenta, se había soltado. No. No necesitaba nada de aquello.
Así que, simplemente, continué caminando, a lo largo de la gran entrada.
Con una mano fría y ligeramente temblorosa, alcancé unas llaves colgadas de un soporte en la pared. Me acerqué a la puerta y, distraidamente, casi por costumbre, alcé el manojo de llaves y traté de abrir la puerta. Llave incorrecta. Probé de nuevo, esta vez con la mano algo menos firme. Sumé una equivocación. Repetí la operación una tercera vez, dando con la llave adecuada.
Con un suave giro de muñeca, abrí lentamente la puerta, casi esperando contemplar algo tras ella. De nuevo, una salada gota caía, empapándome un fino mechón de pelo.
Di un paso y cerré la puerta tras de mí, quedándome en el umbral, sin un techo como resguardo.
Temerosa, di un paso en la acera, seguido de otro, y de uno más, algo menos inseguro.
Caminé, con el frío calándome los huesos y despertándome poco a poco.
Una fina lluvia comenzó a caer, disimulando las lágrimas que de nuevo cubrían mi rostro. Comencé a andar más deprisa, respirando profundamente, almacenando cada uno de mis últimos alientos. Corrí por las calles, esquivando viandantes, sin prestar atención a los pitidos de los coches al frenar de golpe para no chocarse conmigo.
Entre sollozos, y con la vista nublada por el dolor, recorrí el último tramo que me quedaba hasta donde aquella única cosa que amaba descansaba.
Sin importarme quién me viera, salté la baja y oxidada valla negra, desgarrando ligeramente mis vaqueros. Me dio igual.
Corriendo tan rápido como nunca había hecho, llegué hasta la sombra de un árbol desnudo. Deshojado por el dolor y el peso de miles de almas.
Frené en seco, y me arrodillé junto a él, volviéndome hacia una blanca y reluciente lápida.
Con las lágrimas sofocando mi respiración, me acerqué a rastras a ella, y, con sumo cuidado, besé la superficie de mármol con la mayor suavidad posible.
Sin poder contener la tristeza un solo segundo más, caí hacia detrás, quedando sentada sobre mis talones.
Agaché la cabeza, haciendo que mi pelo cubriera mi cara, consumida por la amargura y la aflicción.
Y sola y en silencio, me despedí de ti, y de un mundo nuevo y descolorido.